jueves, 6 de mayo de 2010

Pato me trajo colores de NY

Claudia Martínez / 2007 / Paisaje 1 / óleo sobre tela / 1.00 x 1.00 m
Ella juega a fabricar mundos donde pone a vivir sueños y dolores, pequeños enigmas, esporádicas encarnaduras.
Ella es pintora y poco le interesa qué signifique eso.
Mas bien se arroja cotidianamente a cierto lugar de sí misma a enchastrarse las manos y los ojos de luz.
Y dice que pintar es jugar a oscuras, como hacíamos de chicas. Es dejar que el contorno del día se desvanezca.
Ella ama a algunos pintores como a viejos amantes, pero también ama las frutas, las texturas y los ruidos de la calle.
Anda así por todas partes, de a ratos apacible y de a ratos furiosa. Y ese andar salpica materia en sus cuadros, pedazos del mundo, de esos mundos que ella camina.
Yo casi nunca salgo de casa. Cuando excepcionalmente voy a alguna parte, ella acude rauda a poner en mi valija algún abrigo para posibles tormentas.
Siempre es igual, me da un beso en la frente y me deja ir con dulzura.
La última vez estaba inquieta. Aleteaba como una golondrina con hambre de cielo.
Dijo algunas cosas inconexas, pisó sin querer la cola de mi gato.
Hacía semanas que no comía, su mundo andaba escaso de colores y todo se había desteñido un poco.
Cada tanto es así, lo familiar se estrecha en agonía, y hace falta abrir la boca y morder sospechas que flotan en el aire.
Un poco incómoda puso negro sobre blanco, y me arrojó el encargo de traer colores desde lejos.
Mientras andás por ahí vas exprimiendo todo, delante y detrás tuyo, y cada gota del color de las cosas la guardas en este pomo, tapás todo bien, lo ponés en la valija y ya-dijo como si yo fuera capaz de entender.
Traté de no pensar en sus palabras hasta después.
Parecía imposible despegar los colores de las superficies. Nacidos en ellas, abrazados al cuerpo de las cosas, los colores viven un destino común con la carne donde se posan.
Hoja verde del árbol de la esquina, amarilla la piel de la pera sobre el plato, silencio marrón de la tierra donde cae la lluvia.
Adherencia cromática de la vitalidad en los huesos y los hierros de esa ciudad donde deambulaba con un encargo a cuestas.
¿Con cuál de mis órganos la despellejaría?
¿Qué voluntad puede arrancar la sustancia lumínica de las formas?
Nunca supe como sucedió.
Yo quería aferrar la luz que titilaba bajo mi tacto.
Pasaba por las cosas y, como en mi niñez, acariciaba cada color con las manos como si ellos pudieran escucharme. Los invitaba de a uno a venir conmigo, les hablaba de ella y sus fastuosos mundos, de la espesura intensa en otras vidas.
Acaso ellos necesitaban cambiar de mundos. Existir en otra pasión.
Los vi derramarse en gotas sobre mi mano y dejarse guardar suavemente en el enorme pomo blanco que yo sacaba de mi bolso.
Magenta turquesa verdeagua amarillolimón, desnuda la ciudad tras mis pasos.
Esas pieles desencarnaban sin violencia, se dejaban ir de las formas, esfumado anhelo en la vacuidad.
Las cosas quedaron atónitas viéndolos partir.
Los colores venían a mí con docilidad, como si entendieran que una vida no alcanza.
Podía escucharlos respirar en el fondo de mi valija, dispuestos a transmigrar como almas soñadoras de un destino.
Lo demás fue sencillo.
Correr por el cielo hasta su casa, la de la pintora, abrir la valija, y sentarme a esperar verlos nacer.


Patricia Mercado
Columna escrita para "Campo Grupal" / Mayo 2010

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